La prueba, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana, es un concepto elástico.
Durante siglos, brillantes estudiosos cristianos demostraron con argumentos racionales la existencia de un dios de los cielos, aun cuando sabían que no podían permitirse otra conclusión.
Cuando Penélope duda sobre si el andrajoso extraño que aparece en Itaca es realmente su esposo Ulises, manufactura una prueba invocando la construcción de su cama nupcial, lo que satisfaría a la mayoría de nosotros, pero no a muchos lógicos.
Y el precoz matemático de diez años exultante con la prueba de que los ángulos de un triángulo siempre suman 180 grados, descubrirá antes de su primera afeitada que en otros esquemas matemáticos esto no es siempre así.
Pocos sabemos cómo demostrar que dos más dos son cuatro en todas las circunstancias. Pero nos aferramos a que es cierto, a menos que tengamos la desgracia de vivir bajo un sistema político que requiere nuestra creencia en lo imposible; George Orwell en la ficción, así como Stalin, Mao, Pol Pot y varios otros en la realidad nos han demostrado que el resultado puede ser cinco.
Quizás esta lenta elaboración de un sistema de pensamiento, la ciencia, haya sido la más grande de las invenciones, mayor que la rueda o la agricultura; una invención que tiene la falta de prueba en su corazón, y a la autocorrección como su procedimiento esencial.
Sólo recientemente, desde hace unos 500 años, una parte significativa de la humanidad comenzó a dejar de lado las revelaciones entregadas por entidades sobrenaturales, y a apoyar en cambio una vasta y disparatada empresa que trabaja con fruición, disputa, refinamiento y en ocasiones desafíos radicales.
No hay textos sagrados –de hecho, una forma de blasfemia ha resultado ser útil–. La observación empírica y la prueba son, por supuesto, de importancia vital, pero alguna ciencia es poco más que aguda descripción y clasificación; algunas ideas prenden, no porque sean probadas, sino porque están en consonancia con lo que ya se conoce en otros campos de estudio, o porque las sostienen personas con poder o patronazgo –naturalmente, la fragilidad humana está bien representada en la ciencia.
Pero la ambición de los novatos y la elucubración de un método opuesto, así como la muerte, son poderosos estimulantes. Como alguien ha comentado, la ciencia avanza por funerales.
Y, a la vez, mucha ciencia parece verdadera porque es elegante: con formulaciones económicas, parece explicar mucho. Aunque la fulminaron desde el púlpito, la teoría de la selección natural de Darwin obtuvo una aceptación rápida, por lo menos según los estándares de la vida intelectual victoriana. Su prueba era realmente una abrumadora cantidad de ejemplos, presentados con cuidado extremo.
La descripción de Einstein, en su teoría de la relatividad general, de la gravitación como una consecuencia, no de la atracción entre cuerpos de acuerdo con su masa, sino de la curvatura del espacio tiempo generada por la materia y la energía, permaneció encerrada en libros de textos durante varios años desde su formulación. Steven Weinberg describe cómo, desde 1919, varias expediciones de astrónomos trataron de probar la teoría midiendo la deflección de la luz de las estrellas por el sol durante un eclipse. Pero hasta que no se consiguió la radiotelescopia en los años ’50, las mediciones no fueron lo suficientemente exactas como para ofrecer una verificación.
Durante 40 años, a pesar de la falta de evidencia, la teoría fue generalmente aceptada porque, según Weinberg, “era muy atractiva y bella”. Mucho se ha escrito sobre la imaginación en la ciencia, y el ocasional triunfo de la belleza sobre la verdad. Según el relato de James Watson, cuando Rosalind Franklin se plantó frente al modelo final de la molécula de ADN, ella “aceptó el hecho de que la estructura era demasiado bella para no ser verdadera”. Aun así, entre la gente común se mantiene firme la idea de que los científicos no creen lo que no pueden probar. Al menos, les exigimos más altos estándares de evidencia que a los críticos literarios, los periodistas y los curas.
No es casual que hayan generado tanto interés los científicos que han aceptado responder la pregunta: “¿Qué creen que es verdadero aunque no puedan probarlo?” propuesta por el editor neoyorquino John Brockman. Parece que aquí hubiera una paradoja: aquellos que basan su credibilidad intelectual en pruebas rigurosas hacen fila para declarar sus creencias inverificables. ¿El escepticismo no debería ser el primo hermano de la ciencia?
Esos hombres y mujeres que nos castigaron por nuestra insistencia en una noción nebulosa que no está sujeta a la santísima trinidad de prueba ciega, controlada y al azar, al final están de rodillas declarando su fe.
La paradoja, sin embargo, es falsa. Como escribió el ganador del Premio Nobel Leon Lederman: “Creer en algo sabiendo que no se puede probar es la esencia de la física”.
Este fragmento pertenece a la introducción que Ian McEwan hizo al libro What We Believe But Cannot Prove: Today’s Leading Thinkers on Science in the Age of Certainty (“Lo que creemos y no podemos probar: los más importantes pensadores de la ciencia sobre la Edad de la Certeza”), una colección de ensayos científicos recién publicada en Londres y editada por John Brockman.
Extraido del suplemento Radar del diario Página/12 del 13-11-05
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